miércoles, mayo 24, 2006


EX LIBRIS O MARCAS DE FUEGO



Ex libris consistente en una estampa pegada en el reverso de la cubierta de un libro viejo.
Loc. lat.: literalmente, de entre los libros de, es decir, libro procedente de entre los libros de...
Un ex libris es una marca de propiedad que normalmente consiste en una estampa, etiqueta o sello que suele colocarse en el reverso de la cubierta o tapa de un libro, y que contiene el nombre del dueño del ejemplar o de la biblioteca propietaria. El nombre del poseedor va precedido usualmente de la expresión latina ex libris (o también frecuentemente ex bibliotheca), aunque podemos encontrar variantes (p. Ej. "Soy de..." o similares).
Además de la leyenda que acredita la pertenencia del libro a una biblioteca personal o institucional, por lo general el ex libris exhibe también alguna imagen. Los ejemplos más antiguos emplean escudos heráldicos; posteriormente predominan imágenes de contenido alegórico o simbólico (muchas veces acompañadas de algún lema). La tipología de las imágenes se ha ido diversificando mucho: abundan por ejemplo las relacionadas con la profesión, actividad, gremio o afición del dueño, también se encuentran muchos de contenido erótico (que habitualmente señala la pertenencia del ejemplar a una colección especializada en esa temática), de tema "macabro" (con esqueletos o calaveras alusivos al paso del tiempo y a la muerte), monogramas, etc. Son frecuentes también los motivos relacionados con el mundo del libro y las bibliotecas.

En cuanto a la elaboración de los ex libris, las técnicas empleadas han ido evolucionando y son muy variadas: antes de la invención de la imprenta los ex libris consistían sólo en una anotación manuscrita; desde el siglo XV se han venido usando las diversas técnicas de grabado o estampación relacionadas con las artes del libro (xilografía, calcografía... y después también litografía, serigrafía, fotograbado, etc.); a estos procedimientos tradicionales se añaden hoy el diseño e impresión por ordenador o la reproducción fotográfica. También se emplean sellos de caucho o en seco (producen una estampación en relieve).
Una variante es la conocida como superlibros: en esta ocasión la marca escrita de propiedad y la imagen (usualmente heráldica) figuran en la encuadernación del ejemplar (estampados por gofrado sobre la encuadernación en piel, bordados sobre una encuadernación en tela...).

Suele citarse como primer antecedente una placa de barro cocido esmaltada en color azul con inscripciones jeroglíficas, conservada en el Museo Británico de Londres, que perteneció al faraón egipcio Amenofis III (s. XV a. C.) y que habría sido utilizada como marchamo de propiedad en los estuches de los rollos de papiro de su biblioteca.
Durante la Edad Media hay ejemplos de marcas de propiedad en códices, que consistían en anotaciones manuscritas.
Es a partir de la introducción de la imprenta y el uso de las técnicas de grabado cuando podemos hablar ya de ex libris en el sentido que le damos actualmente al término. Como se ha señalado, predominan en una primera etapa (del siglo XV al XVIII) los de tipo heráldico; a partir del siglo XVIII comienzan a prevalecer las alegorías, símbolos o emblemas.
A finales del siglo XIX e inicios del XX, los ex libris conocen un gran florecimiento propiciado por el Modernismo. Es asimismo en esta época finisecular, la del auge de la bibliofilia cuando crece el interés por esta afición (exlibrismo), aparecen los primeros coleccionistas, empiezan a surgir asociaciones y comienzan a celebrarse congresos y concursos. Surgen también en esta etapa los primeros estudios sobre el tema y las primeras publicaciones especializadas. En España, el primer tratadista sobre ex libris fue el Doctor Thebussem (seudónimo del erudito Mariano Pardo de Figueroa).

Actualmente se siguen realizando ex libris para muestra un boton en la siguiente direccion tenemos un ejemplo de ello:

http://www.urdanizdigital.com/









ANTONIO RICARDO
(1577-1579)




Era Antonio Ricardo, italiano, natural de Turín. Llegó a México, según es de creer, a principios de 1570.
¿Ricardo pasó con imprenta propia, o fue a Nueva España simplemente para ocuparse en alguna de las que allí por entonces existían? Si hubiese llevado imprenta, es extraño que no se conozca trabajo alguno en que figure su nombre antes de principio de 1577, de modo que es muy probable que su viaje a México obedeciese a algún llamado de los impresores allí establecidos, Antonio de Espinosa o Pedro Ochart -con más probabilidad este último- que, a todas luces, era del mediodía de Francia y que por sus relaciones en el norte de Italia se puso quizás al habla con Ricardo. Robustece esta hipótesis el hecho que luego veremos de que, andando el tiempo, ambos se asociaron.
Sospechamos, sin embargo, que alguno de la familia de Ricardo se hallaba establecido como impresor en España en 1576, pues en La Primera Parte de las Patrañas de Juan Timoneda, impresa en Alcalá por Sebastián Martínez, 1576, 8º, gótico, lleva entre los preliminares el privilegio dado en 8 de octubre de 1576, para «Alonso Ricardo, impresor».
La hipótesis que expresamos es muy verosímil, como se ve, y aun no sería de extrañar que en la impresión del privilegio se hubiese deslizado alguna errata, estampándose Alonso por Antonio, muy fácil de producirse por la manera de escribir en abreviatura ambos nombres con una A y una o, tan corriente entonces.
Nuestras investigaciones para descubrir algún libro estampado en la Península por ese impresor Ricardo han sido estériles. ¿Era, pues, ése el mismo que unos cuantos meses más tarde de la fecha que lleva el privilegio de nuestra referencia aparece imprimiendo en México? Si así fuese, tendríamos que por causas que no conocemos, haciendo caso omiso de las reales cédulas dadas en su recomendación en 1569, no se marchó por esos días a México sino que se quedó en la Península.
Sea o no cierta esta suposición nuestra, o que después de haber estado en México regresase a Europa para volver con imprenta, el hecho es que a principios de 1577, como decíamos, le hallamos con taller propio en el Colegio de San Pedro y San Pablo de los jesuitas.
De esta última circunstancia y de la de haber impreso algún libro de estudio para la Compañía, García Icazbalceta infería que «Ricardo acaso fué llamado por los jesuítas». No estamos conformes con la opinión del ilustre bibliógrafo. Con excepción de algunos de los libros propiamente de estudio impresos por Ricardo para los hijos de Loyola, de los cuales sólo se conocen cuatro hasta ahora, en ellos se lee en la portada: «In Collegio Sanctorum Petri et Pauli», pero siempre «Apud Antonium Ricardum», o sea, en casa de Antonio Ricardo.
En el último de esos libros declaró, además, que hacía la impresión «rogatum», rogado por el rector de dicho Colegio.
El hecho es que allí estuvo en funciones hasta mediados de 1579, y que en ese lapso de tiempo de dos a tres años -principios de 1577 a mediados de 1579- imprimió no menos de diez libros, el más notable de los cuales fue sin duda como obra tipográfica el Sermonario de Fr. Juan de la Anunciación, que salió a luz el 30 de septiembre de 1577. El 17 de Febrero del mismo año había concluido la impresión de otra obra notable, el tomo I del Doctrinalis fidei de Fr. Juan de Medina.
Pero para que no quede duda de que Ricardo tenía taller propio, aunque funcionaba en la casa de la Compañía, basta leer el colofón de la Suma y recopilación de cirugía de Alonso López, libro que terminó de imprimir el 26 de mayo de 1578, que no vio García Icazbalceta, en el cual se estampa textualmente: «en casa de Antonio Ricardo, a la Compañía de Jesús»; y aún en otra obra salida de sus talleres se limita a expresar la calle en que aquél se hallaba situado: «Via Apostolorum Petri et Pauli»
Mas, prescindiendo de estos antecedentes, que sólo prueban que nuestro tipógrafo tenía su taller en el colegio dicho, acaso para comodidad de los mismos jesuitas y en virtud de algún convenio cuyo texto no conocemos y en el que probablemente sus trabajos de impresión irían a cuenta de los cánones de arrendamiento, la circunstancia de que Ricardo hubiese salido para México en 1569, o sea dos años antes de que la Compañía de Jesús se estableciese allí, está probando de manera que no deja lugar a duda que Ricardo no pudo ser llamado por los jesuitas. Cuando éstos fundaron su Colegio de San Pedro y San Pablo, el tipógrafo piamontés hacía probablemente tres años a que se hallaba en la capital del virreinato.
En 1578, Ricardo se asoció allí con otro impresor, el francés Pedro Ochart. Tal es lo que resulta de la portada del Vocabulario en lengua zapoteca de Fr. Juan de Córdoba, publicado en aquel año, en la cual se expresa que fue «impreso por Pedro Charte y Antonio Ricardo». No podríamos decir en qué condiciones estuvieron ambos asociados, pero es claro que la compañía duró muy poco, desde que en el año inmediato siguiente ambos impresores aparecen trabajando cada uno de su cuenta.
Es indudable, asimismo, que en la liquidación de la compañía -si es que fue netamente ocasional- algunos de los materiales de Ochart pasaron a poder de Ricardo. Basta para convencerse de ello fijarse en que la hermosa viñeta con la figura de Cristo que empleó Ricardo en la Doctrina Cristiana de 1584, es la misma que se ve al frente de otro libro de la idéntica índole impreso por Ochart en México en el año en que estuvieron asociados.
No parece, pues, que fuera falta de trabajo lo que decidió a Ricardo a salir de México, cuando sabemos, como acabamos de verlo, que en el espacio de menos de tres años había impreso diez libros por lo menos: uno cada tres meses. ¿Cuál pudo ser entonces la causa que le determinó a trasladarse a Lima?
A nuestro entender, la idea que se formó de que allí le iba a ir aún mejor. En efecto, sabía que la capital del Perú abundaba de riquezas y de hombres doctos; que tenía una Universidad poblada de estudiantes que en ella iban a cursar hasta de los lugares más apartados del virreinato; que el gobierno de éste se consideraba como un ascenso del de México; y, a la vez, que carecía de una imprenta. El prospecto de las ganancias que un hombre de su oficio pudiera en Lima realizar era realmente tentador. Sabía, también, que en México había por aquel entonces no sólo un taller tipográfico sino varios, y si hasta ese momento no debía sentirse descontento, el porvenir que allí le esperaba no podía halagarle.
Quizás en su resolución de trasladarse al Perú influyó la buena coyuntura que se le presentaba del viaje que de México iba a emprender a su diócesis el inquisidor D. Alonso Fernández de Bonilla, nombrado obispo de la Plata, y que partía acompañado del séquito correspondiente a su alto cargo.
Deseoso de aprovechar esa favorable ocasión, gestionó activamente cerca del prelado a fin de que le alcanzase la respectiva licencia del Virrey para él, su mujer (mexicana, al parecer, pues se había casado allí) y dos compañeros suyos, Pedro Pareja y Gaspar de Almazán; y si bien Fernández de Bonilla apoyó su pretensión cerca del Virrey, sólo le fue posible obtenerla para Pareja, por razón de «ser Ricardo extranjero de los reinos de Su Majestad».
La situación se hizo entonces verdaderamente crítica para el pobre italiano; pero el dado estaba ya tirado y no era posible retroceder. Uno de los que presenciaron la escena que se produjo cuando Ricardo supo la negativa terminante del Virrey de boca del Obispo, refiere que le dijo: «que con su favor pasaría la vuelta de los demás, dando alguna cosa á los oficiales de los navíos, é por otra vía, como mejor pudiese, y que pedía por amor de Dios que con la recua que hubiese de enviar la ropa al puerto de Acapulco le llevasen algunas cosas suyas, y que se quería ir delante con los demás»
Y así lo hizo en efecto, habiendo partido de México para Acapulco en principios de Marzo de 1580, en la esperanza de alcanzar el navío en que se iba a embarcar, también para el Perú, el doctor Cárcamo y Arteaga. Desgraciadamente, él y sus dependientes Pareja y Almazán, llegaron tarde, de modo que allí los encontraron Fernández de Bonilla y sus allegados cuando a su turno arribaron al puerto.
Sea con voluntad del prelado o sin ella, el caso fue que Ricardo y los suyos «se metieron» en el navío San José y arribaron por fin al Realejo, aunque «mudaron diversos navíos», al decir de uno de los testigos de la información de que venimos aprovechándonos.
Muchos días, muchas semanas, meses enteros debieron permanecer en el Realejo en espera de un barco que los condujese al Perú, y de la licencia que aún sólo Pareja había conseguido -que de nuevo hubo de renovar en León, la capital de Nicaragua- y que Ricardo obtuvo al fin del gobernador Diego de Artieda Chirinos el 16 de Octubre de 1580, fundándola en consideraciones de carácter elevado y que le honran, si bien no faltaron quienes emitieran la sospecha de que al pobre Ricardo le había costado su dinero. Dos días después, esto es, el 18 de octubre, se hacía por fin a la vela en el navío Santa Lucía, llevando registrados y cargados los moldes y aparejos necesarios para su oficio de impresor de libros.
Los percances de Ricardo no terminaron allí. Llegado a Lima, y cuando tenía montado su taller unos cuantos meses más tarde, se encontró con que en la capital del Perú no se podía estampar libro alguno, en virtud de expresa prohibición real».
Pero como Ricardo estaba ya bien escarmentado de los sinsabores que su calidad de extranjero le iba ocasionando en América, cuando quiso instar para que se derogase esa prohibición, en agosto de 1581, ya no ocurrió él al soberano, sino que se valió de su dependiente Pedro Pareja, que era evidentemente español, para que a su nombre se tramitase el negocio.
Pareja, o mejor dicho Ricardo, comenzó por buscar apoyo en las corporaciones limeñas más directamente interesadas en que hubiese imprenta en la capital del virreinato, o mejor dicho, para que se permitiese entrar en funciones a la que él había llevado allí a costa de tantos sacrificios; y en efecto logró que intercediesen en favor de su idea, que para él significaba el pan de cada día, el Cabildo Secular y el Claustro de la Universidad, que hacía poco se había fundado. Y la cosa no era para proceder de otro modo, cuando sabía que quien debía otorgarle el permiso era nada menos que el suspicaz y receloso Felipe II. Y ambas corporaciones, con pocos días de diferencia, escribieron al monarca, no sin cierta timidez, en apoyo de la solicitud de Pareja, que hacía valer en su memorial «cómo la experiencia había acreditado cuán necesario era que en aquellas partes hubiese imprentas para poder dar á luz cartillas y libros de devoción».
El Cabildo decía, por su parte, que la imprenta era entonces necesaria en Lima «por haber Universidad, personas que se daban á las letras e inclinarse ya los naturales á la vida política» y por lo que tocaba al ennoblecimiento de esos sus reinos.
Los doctores la reclamaban, a su vez, a fin de que se pudieran imprimir libros para los principiantes, cartillas para los niños, y para los actos y conclusiones que de ordinario se celebraban en las aulas universitarias.
Una y otra corporación no hacían caudal de las restricciones con que la licencia se concediese: les bastaba con que se derogase, en los términos y con las limitaciones que se tuviese a bien, la prohibición que les tenía con las manos atadas para componer una página en letras de molde.
Pareja, o Ricardo, lo repetimos, quería que, además de la licencia, se le concediese privilegio por algún tiempo y cierto número de indios como ayuda de costa.
Felipe II, después de imponerse del memorial y de las cartas de que hacemos mérito, con fecha 22 de agosto de 1584 dirigió al Virrey y Audiencia una real cédula para que le enviasen relación de la necesidad que hubiera de una imprenta, si convendría dar a Pareja la licencia que solicitaba, con qué condiciones «y si en ello había inconveniente, y por qué causa».
¡Y cosa curiosa! Cabalmente diez días antes que el monarca firmase esta orden, ¡la Real Audiencia de Lima autorizaba a Ricardo para que diese allí a luz la Doctrina cristiana y catecismo para instrucción de los indios!
¿Cómo se había verificado este hecho tan singular?
Habrá que ver:
Hacía justamente un año desde que Ricardo se hallaba en Lima con sus tipos listos para funcionar, cuando se dio comienzo al concilio provincial convocado y presidido por el arzobispo Mogrobejo. En la primera sesión, que tuvo lugar el 15 de agosto de 1582, se nombraron personas versadas en las lenguas del país que se encargasen de redactar un catecismo y otros libros de doctrina para los indios, necesidad que se venía haciendo sentir desde tiempo atrás y que había preocupado, no sólo a los eclesiásticos sino también a los virreyes y al propio monarca.
El siguiente párrafo de una carta de don Francisco de Toledo a Felipe II, hasta ahora inédita, da razón de los temperamentos que ya en 1572 se habían ideado a fin de que no se careciese por más tiempo de unos libros de tanta importancia para la conversión de los indígenas:
«En cuanto á los catecismos, será muy conveniente el haber uno para todo lo de este reino, como V. M. dice que enviará, y que en el concilio se junten las mejores y más propias lenguas que se puedan hallar para volverle en la lengua vulgar y general de estos naturales, porque no volviéndose en su lengua, aprovéchales poco, y es interpretado por ruines lenguas de cada clérigo o fraile, donde hay y puede haber muchos errores, y porque no los haya, parece que en el Concilio se examine mucho el frasis y naturaleza de vocablos con que se ponen, que aunque las lenguas de este reino varían y son algo diferentes, las de las provincias no se pueden poner sino en la general, que es la que más abraza todas las otras y la que los Ingas mandaban saber á todas las provincias que iban tiranizando, y parecería muy conveniente que, vuelto el dicho catecismo que V. M. mandase, en la lengua vulgar, con la reexaminación susodicha hecha en el concilio, se enviase á imprimir á esos reinos, ó á la Nueva España, como allá se ha hecho, y se trajese cantidad de estos catecismos impresos con esta autoridad y examen del Concilio, porque correrá menos peligro de pervertiré ó mudar algunas palabras, sembrando errores, andando impreso y bien corregido, que no de mano, y también por el recatamiento que V. M. tiene de que no haya acá impresiones, se saneaba con imprimirse allá y no haber acá la dicha impresión.
Ya se ve, pues, que el Concilio, al ordenar el arreglo del Catecismo, no hacía sino ajustarse a los deseos mismos del monarca, quien, por lo que hasta ahora sabemos, no envió al fin el que había ofrecido al virrey Toledo.
Así, la situación no había cambiado cuando se verificó la primera reunión del concilio. En la segunda, que tuvo lugar un año más tarde, se aprobaron los catecismos que presentaron las personas diputadas al intento, pero se reconoció, a la vez, que, caso de no darse a la imprenta, iban a ser de muy poco fruto. Reconociese también que no era posible verificar la impresión en la Península, donde no había peritos en las lenguas indígenas, y que no era posible tampoco que a ese bolo efecto hicieran viaje los que existían en el Perú. Y esto fue lo que desde luego se manifestó por los padres del concilio a la Real Audiencia, que gobernaba entonces por falta de virrey, y lo que ésta, a su turno, significó al monarca. Asimismo, los jesuitas, a quienes había cabido parte principal en la redacción de aquellos libros, se apresuraron a su turno a representarlo a Felipe II por medio del procurador que mantenían en Madrid.
Ante la evidencia de los hechos expuestos, el monarca no pudo desentenderse por más tiempo de dar la autorización que se pedía para que la impresión se hiciese en Lima, y por real cédula de 7 de agosto de 1584, ganada por el jesuita Andrés López, y dirigida al Conde del Villar, le ordenó que «luego diese orden cómo, habiéndose hecho en los dichos Catecismos y Doctrinas el examen que convenga, se impriman en esa tierra.
Por su parte, la Real Audiencia vacilaba todavía en otorgar esa licencia en 2 de mayo de 1583, fecha que lleva la carta suya escrita al Rey a que hemos hecho referencia; pero tanto se dilataba la resolución de la Corte y tanto urgía la necesidad de la impresión de esos libros para la conversión de los indios, que, por fin, en 13 de Febrero de 1584 dictaba el auto «en que daban y dieron licencia para que en esa ciudad, en la casa y lugar que esta Audiencia señalase, o en la que nombrasen las personas a quienes se comete, y no en otra parte alguna, so las penas que abajo irán declaradas, Antonio Ricardo, piamontés, impresor, que de presente está en esta ciudad, y no otro alguno, pueda imprimir é imprima el dicho Catecismo original», etc.
Dispuso, asimismo, que el taller se estableciese en el aposento del Colegio de la Compañía de Jesús, que el rector de él, padre Juan de Atienza, designase, y que éste o el padre José de Acosta, junto con dos de los que se hallaron a la traducción en lenguas indígenas y uno de los secretarios del Tribunal, asistieran a la impresión.
Cualesquiera que fuesen las limitaciones de esa licencia, Ricardo, después de aguardarla durante tres años, podía por fin comenzar a mover su prensa. La batalla contra los recelos y cavilosidades del monarca y sus delegados estaba ganada y ¡la América del Sur contaba desde ese día con una imprenta!
Hallábase Ricardo empeñado en la impresión de la Doctrina christiana y catecismo para instrucción de los indios y debía de tenerla ya bastante adelantada, si no próxima a concluirse, como que es de suponer que no tardaría en poner manos a la obra desde que había sido autorizado para ejecutarla por el auto de 13 de febrero de 1584 a que acabamos de referirnos, pero sin duda no la terminaba aún en 12 de agosto de dicho año, fecha que lleva la provisión real que se encuentra entre los preliminares del libro, cuando se recibió en Lima, por la vía de Tierra firme, en 19 de abril, una real pragmática, datada en Aranjuez, a 14 de mayo del año anterior, que venía, en realidad, a ser repetición de otra dada en Lisboa en 29 de septiembre de 1582 y publicada en Madrid en 3 de octubre de ese mismo año
Como el texto de esa pragmática es conocido de los americanistas sería ocioso que la reprodujéramos aquí, debiendo limitarnos, por consiguiente, a dar una breve noticia de sus disposiciones.
Se mandaba por ella que en todos los dominios de España debía cumplirse lo acordado respecto de la reforma del Calendario por el papa Gregorio XIII, que ordenaba se quitasen diez días al mes de Octubre de 1582, contando quince el día cinco, «como se hizo», y disponiendo que en la misma forma se aplicase el cómputo para el año 1583, considerando, sin duda, que la reforma no había podido ser realizada en todas sus partes en el precedente.
«Y porque, añadía la real pragmática, en algunas de las partes de las dichas nuestras Indias, por estar tan distantes, no podrán tener noticia de lo susodicho que Su Santidad ha ordenado y en esta ley se contiene para poder hacer la disminución de diez días en el mes de Octubre desde presente año, ordeno y mando que se hagan el año siguiente de ochenta y cuatro, ó en el primero que de lo susodicho se tuviere noticia y esta ley en los dichos reinos fuere publicada, según que Su Santidad lo provee y ordena: lo cual mandamos guardéis y cumpláis y ejecutéis...; y porque lo susodicho venga á noticia de todos y ninguno pueda pretender ignorancia, mandamos que esta nuestra carta sea pregonada públicamente en las ciudades donde residen nuestra Audiencias y Chancillerías Reales de las dichas nuestras Indias, y se repartan las copias impresas de ellas por las demás partes, de manera que en todas se entienda y sepa lo que Su Santidad ha ordenado y es nuestra voluntad se guarde...»
Con vista de esta orden, se pregonó en la plaza pública de Lima la real pragmática, en 26 de Junio de 1584, esto es, dos meses y siete días después de haber sido recibida, y como sin duda los ejemplares impresos que llegaron no fueran bastantes, en 14 de Julio los oidores, «estando en acuerdo de gobierno,... mandaron que la pragmática... se imprima, para que las copias de ella se envíen á todas las partes de este reino, para que en ellas se cumpla»...; y «que la dicha pragmática real se imprima en esta ciudad, en letra de molde, por el impresor que en ella hay, poniendo por cabeza la dicha real cédula por donde se manda imprimir, para el dicho efecto que Su Majestad manda, y que el señor licenciado Ramírez de Cartagena, oidor... á quien se le cometió, tome cargo de la hacer imprimir...».
Apenas necesitamos advertir que el impresor que había por ese entonces en la ciudad no era otro que Antonio Ricardo, quien tuvo, en virtud de esta orden, que suspender la impresión de la Doctrina christiana para ocuparse de la tarea que nuevamente se le encargaba.
En el colofón, como se ha visto, no se señala el día en que la impresión de la pragmática se acabó; pero como de seguro Ricardo empezaría el trabajo inmediatamente después de habérsele notificado el auto de los oidores de 14 de julio y, dada la corta extensión de aquél, es muy probable que la impresión quedara terminada en unos cuantos días y, por consiguiente, en los últimos de ese mes de julio. En todo caso, de nota en letra manuscrita de la época, que se registra al pie de la cuarta página del ejemplar que hemos descrito, se advierte que la real pragmática fue pregonada en Quito el 17 de Agosto de 1584, o sea, cinco días después de la fecha que lleva la provisión que se insertó entre los preliminares de la Doctrina christiana de aquel año, primer libro impreso en la América del Sur.
Si descontamos el tiempo que ha debido transcurrir para que la real pragmática impresa llegase a aquella ciudad, tendremos, pues, como indicábamos, que ha debido salir de los moldes en fines de julio, o a más tardar a principios de agosto de ese año, y, por lo tanto, un mes o poco menos antes de que viese la luz pública la Doctrina christiana.
De aquí también por qué, hasta hoy, según decíamos, la Pragmática sobre los diez días del año puede reclamar para sí el honor de haber sido, si no el primer libro, al menos el primer folleto impreso en la América del Sur
Autorizado para ejercer su arte en Lima, Ricardo, después de dar remate en 1585 a las impresiones de los textos de doctrina cristiana aprobados por el concilio, puso mano en el año inmediato siguiente al Arte y vocabulario quechuas, haciéndolo preceder de un proemio o dedicatoria dirigida al virrey Conde del Villar, expresándole que «con mucha solicitud y costa suya» había impreso aquellas obras y le dedicaba entonces la última, sin la cual «estaban como mancas y poco inteligibles» las primeras, para que se animasen otros á aprovecharse de ellas, y por su parte «á intentar otras cosas de mayor provecho á la república».
La suerte no le fue propicia, sin embargo, a pesar de los elevados propósitos que manifestara en aquella ocasión, tanto, que en Mayo de 1596 le encontramos con sus bienes «secuestrados» y retraído en el Convento de San Francisco para escapar a las persecuciones de sus acreedores.
El último libro impreso por Ricardo en Lima es el Sermón de fraile Pedro Gutiérrez Flores, cuyos preliminares están datados en Marzo de 1605. El 19 de Abril, Ricardo era enterrado en la Iglesia de Santo Domingo)
Las bibliotecas antiguas de México

Las bibliotecas antiguas de México están compuestas, en su mayoría, por libros impresos que datan del siglo XV al XIX; a las que corresponden al periodo colonial, se les denomina bibliotecas novohispanas. Su formación se debe a los religiosos de las distintas órdenes, quienes para cumplir su misión evangelizadora y educativa requirieron textos formativos o de esparcimiento. Además de obras que cubrieran las necesidades intelectuales y recreativas de particulares.
La iglesia a través de las distintas órdenes religiosas (franciscanos, dominicos, agustinos, jesuitas y mercedarios) ejerció un importante papel en el proceso civilizador de América. Desde sus orígenes, la instrucción, como en Europa, estuvo en manos de los religiosos; para ello se construyeron bibliotecas al amparo de los conventos, útiles a las escuelas dedicadas a la enseñanza de la lectura, escritura y doctrina de la santa fe. Más tarde los cabildos se interesaron por la apertura de colegios a cargo de maestros seglares y por la fundación de la Real y Pontificia Universidad; instituciones que también ostentaron bibliotecas de mayor o menor importancia.
De acuerdo con la obra Historia de las bibliotecas novohispanas, escrita por el doctor Ignacio Osorio Romero (siglo XVI), hubo bibliotecas en colegios y seminarios conformadas por las colecciones privadas de obispos, como la del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco cuyos libros pertenecieron al obispo Juan de Zumárraga; también existieron en el Colegio de San José de los naturales (1527); el Colegio de San Nicolás Obispo (1538); en la Real y Pontificia Universidad (1553); el Colegio Mayor de Santa María de Todos Santos (1573); el Colegio de San Pablo (1575) de los agustinos en la ciudad de México; el Colegio de Santa Cruz en Oaxaca, fundado en el último cuarto del siglo; el de San Luis Rey (1585) de los dominicos en Puebla.
Por otro lado, las fundaciones jesuitas que durante este primer siglo tuvieron bibliotecas fueron, en primer lugar, el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo (1574); el Colegio de San Ildefonso (1583) ambos en la ciudad de México. En segundo lugar, los colegios jesuíticos dedicados a la enseñanza en Pátzcuaro (1574), Oaxaca (1579), Puebla (1579), Valladolid (1580), Guadalajara (1585), Zacatecas (1591) y Durango (1593). A ellos habría que añadir el noviciado jesuítico en Tepotzotlán (1580) y el Colegio de San Juan de Letrán (1547).
Los temas principales de estas bibliotecas conventuales respondieron a las necesidades de predicación y administración de los sacramentos; en cambio los de los colegios fueron de filosofía, derecho, teología y literatura; su lengua principal fue el latín, acompañado del español, francés e italiano.
Las primeras bibliotecas particulares de Nueva España pertenecieron a frailes y miembros del clero como Juan de Zumárraga, Vasco de Quiroga, Julián Garcés, Juan de Gaona y Alonso de la Veracruz.
Durante el siglo XVII existió una amplia red de bibliotecas como consecuencia de las expediciones. En lo que se refiere a las particulares están las que pertenecieron a Bartolomé González, Francisco Alonso de Sosa, Alfonso Núñez, Melchor Pérez de Soto, Carlos de Sigüenza y Góngora y Juana Inés de la Cruz; acervos que reflejan los intereses intelectuales de un periodo especialmente inquieto y angustiado por explicar y demostrar la grandeza de nuestra historia, aunque no prescinden de las obras de autores grecolatinos, conceden más importancia a la literatura en lengua castellana, sorprende también su preocupación por adquirir libros científicos más actuales en Europa como las obras de Copérnico, Tycho Brahe, Galileo y Kepler, libros de arquitectura y medicina, especialmente de médicos españoles; en el campo de la filosofía y teología, al lado de las Biblias y Santos Padres, se encuentran las obras de Erasmo, de los filósofos herméticos, de los humanistas del Renacimiento y de los juristas de la época (doctor Osorio).
Las bibliotecas conventuales en el siglo XVII crecieron notablemente, sin embargo, los temas de sus colecciones eran los mismos, entre ellos destacan la patrística, las Sagradas Escrituras, las diversas corrientes teológicas, la hagiografía o vida espiritual, reglas y constituciones de la orden y grandes cantidades de sermones. La orden religiosa que tuvo mayor número de bibliotecas fue la franciscana, la más importante la del Convento Grande de San Francisco de la ciudad de México, aunque existieron 62 más.
El doctor Osorio tuvo como fuente las Memorias redactadas por Francisco de la Rosa Figueroa, personaje que cita los conventos de:
1. Santiago Tlatelolco
2. San Cristóbal de Ecatepec
3. Santa María Asumpta de Otumba
4. Santa María de Todos Santos de Zempoala
5. San Simón y San Judas de Calpulapan
6. Santa María Asunción de Apam
7. San Juan Bautista de Tulancingo
8. San Pedro y San Pablo de Zacatlán
9. Santa María la Redonda
10. Santa María de la Visitación de Tepepam
11. La Asunción de Cuernavaca
12. San Bernardino de Xochimilco
13. Santa María Asumpta de la Milpa
14. San Antonio Tecomic
15. Santiago de Chalco
16. San Juan Bautista de Temamatla
17. Santa María de Ozumba
18. San Luis de Tlalmanalco
19. San Miguel de Coatlichán
20. San Luis de Huexotla
21. San Antonio de Texcoco
22. San Andrés de Chiautla
23. Consolación de San Cosme
24. San Gabriel de Tlacopam
25. Corpus Cristi de Tlalnepantla
26. San Lorenzo de Tultitlán
27. San Francisco de Tepexic
28. San José de Tula
29. San Bartolomé de Tepetitlán
30. San Martín de Alfajoyucan
31. Santiago de Tecozautla
32. San Mateo de Hueychiapam
33. San Jerónimo de Aculco
34. San Pedro y San Pablo de Xilotepec
35. San Miguel Tzinacantepec
36. Santa María Asumpta de Toluca
37. San Pedro y San Pablo de Calimaya
38. San Juan Bautista de Metepec
39. San Francisco de Tepoyanco
40. La Asunción de Tlaxcala
41. San Juan Totola
42. Nativitas de Tlaxcala
43. San Felipe de Tlaxcala
44. San Juan Bautista de Atlaucatepec
45. Santa María de Texcalac
46. San Luis de Huamantla Santa María Nativitas Xalapam
47. San Miguel de Huejotzingo
48. San Andrés de Calpam
49. Santa María Asumpta de Tochimilco
50. San Martín de Quahquecholac
51. Santa María de la Visitación de Atlizco
52. San Gabriel de Cholula
53. San Francisco de Totomehuacan
54. San Juan Bautista de Quahtinchán
55. Santiago de Tecali
56. Santa María de la Asunción de Amozoc
57. Tepeaca
58. San Juan Evangelista de Acatzingo
59. Santa María Asumpta de Tecamachalco
60. Santa María de la Concepción de Tehuacan
61. Mexicalzingo
62. Cuatitlán

Los carmelitas, mercedarios, dominicos y agustinos también tuvieron bibliotecas. En este sentido las de los jesuitas cobraron, en el siglo XVII, singular importancia por su cantidad y calidad, debido a la Ratio studiorum, esto es, a su sistema educativo, existieron:

1. Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo
2. Real y más antiguo Colegio de San Ildefonso
3. Colegio de San Gregorio
4. Casa Profesa
5. Colegio de Santa María de las Parras
6. Colegio de Chihuahua
7. Colegio de Celaya
8. Colegio de San Luis de la Paz
9. Colegio de Oaxaca
10. Colegio de San Jerónimo de Puebla
11. Colegio del Espíritu Santo de Puebla
12. Colegio de San Ignacio de Puebla
13. Colegio de San Francisco Xavier de Puebla

En el periodo denominado “ilustrado” (1767-1821) las bibliotecas privadas de las que se tiene noticias son las pertenecientes a Juan José de Eguiara y Eguren, José Ignacio Bartolache, Antonio de León y Gama, Antonio de Alazate y Benito Díaz de Gamarra. Los idiomas en que están escritos sus libros son francés, italiano e inglés. Se hallan las obras de Descartes, las de los enciclopedistas franceses, sobre todo de Voltaire y Rosseau, las de los llamados controversistas o refutadores, también se encuentran de ciencia novohispana como europea, escritas por Newton, Malpighi, Linneo, Bufón, Gassendi y Leibniz. Las bibliotecas conventuales, por su parte, continuaron apegadas a los autores tradicionales, sólo incorporaron las obras de controversia escritas por Muratori, Jacquier, Nonnote, Bergier y Caraccioli.

Las bibliotecas conventuales durante los siglos XVIII y XIX fueron la de la Real Congregación del Oratorio de San Felipe Neri, del Convento Imperial de Santo Domingo de México y las franciscanas de los conventos de la Santa Recolección y Noviciado de San Cosme y la del Colegio Apostólico de San Fernando.

Durante el periodo “ilustrado” sucede en México uno de los acontecimientos que afectará en gran medida la historia de las bibliotecas antiguas: la expulsión de los jesuitas (1767), ya que sus libros formaron los acervos de los nuevos centros de estudios denominados seminarios y universidades, los cuales poseían bibliotecas como parte principal de la estructura educativa : Seminario de Oaxaca; Seminario Palafoxiano de Puebla (actual Biblioteca Palafoxiana); Seminario de Guadalajara; Real Colegio Seminario Tridentino de México; Seminario de Durango; Seminario de Valladolid (Morelia); Seminario de Chiapas y el Seminario Conciliar de San Ildefonso de Mérida.

Los colegios que tuvieron bibliotecas y que se crearon en esta misma época fueron: Reales Colegios de San Ignacio y San Francisco Xavier de Querétaro; Colegio de San Luis Gonzaga de Zacatecas; Colegio Carolino de Puebla; Colegio de San Pablo de los Agustinos de México; Colegio de la Inmaculada Concepción de Celaya. Otras instituciones de nueva creación que tuvieron importantes acervos fueron las de la Real Academia de San Carlos; Real Seminario de Minería; Jardín Botánico, la Universidad de Guadalajara y la Biblioteca Turriana.
La organización de las bibliotecas coloniales o novohispanas fue a través de una catalogación temática y alfabética de autores. A diferencia de otras, las de México se distinguen, porque sus libros tienen una marca de propiedad o calcograma estampado a fuego con hierro candente en uno de los cantos que hoy en día se denomina marca de fuego. Pocas bibliotecas emplearon ex libris en estampa como la Turriana, la del Convento de San Francisco y el Seminario de Morelia, lo que si era de uso común es el ex libris manuscrito en español o en latín.
En el siglo XIX México se independizó, lo que trajo el movimiento liberal. La antigua doctrina, por tanto, era contraria al pensamiento del momento, causa por la que casi todas las bibliotecas coloniales fueron presa de los vaivenes políticos y las pocas que se salvaron, se dispersaron o pasaron a manos de las actuales universidades. Sin embargo, la importancia de las bibliotecas antiguas en el contexto histórico de México es constante, pero quizá su beneficio más valioso consiste en que sus libros permiten la reconstrucción de los procesos culturales de nuestro país en relación con la historia de las ideas.

Bibliografía
OSORIO Romero, Ignacio, Historia de las bibliotecas novohispanas, México, SEP, Dirección General de Bibliotecas, 1987, 282 p.
UN PEQUEÑO Y ESCURRIDIZO AUTOR ANONIMO:

Vicente de Paula Andrade


Nacido en 1844 y fallecido en 1915, fue canónigo de la Basílica de Guadalupe, bibliógrafo y ensayista histórico. Es autor del Ensayo Bibliográfico mexicano del siglo XVII, publicado en México en 1900. Su obra antiguadalupana consistió principalmente en su Estudio histórico sobre la Leyenda Guadalupana, conjunto de notas impresas en México, Imprenta de Buznego y León en 1908. En 1888 hurgó en el escritorio de Francisco del Paso y Troncoso, hurtándole una copia de la Carta de García Icazbalceta, la cual tradujo a un mal latín y la publicó anónimamente con el título de De B.M.V. Apparitione in Mexico sub titulo de Guadalupe, exquisitio historica. Apunta Edmundo O´Gorman que fue impresa en México, Imprenta de Epifanio Orozco. En diciembre del mismo año, Andrade costeó una edición de las Informaciones de 1556 con notas antiaparicionistas suyas, de Del Paso y Troncoso y de José María Agreda y Sánchez. La publicación dice "Madrid, Imprenta La Guirnalda", pero en realidad fue impresa en México, en la Imprenta de Albino Feria. En 1890 publicó unas notas antiaparicionistas que después insertó en una edición de las Informaciones de 1556 realizada en 1891. En 1892 Fortino Hipólito Vera publicó una refutación a la Carta de Icazbalceta, su Contestación histórico-crítica, donde traducía al español la publicación latina hecha por Andrade. Éste tomó la traducción de Vera, le quitó las refutaciones, y la publicó ánonimamente en 1893, con el título Exquisitio historica. Anonimo escrito en latín sobre la aparición de la B.V. de Guadalupe, Traducido al español por Fortino Hipólito Vera, canónigo de la Insigne y Nacional Colegiata de Guadalupe, Jalapa, Tipografía de Talonia. Lo cual es falso, pues en realidad no existe ninguna "Tipografía de Talonia", sino que fue impresa por Albino Feria en la ciudad de México. Y todavía en 1896 tuvo el descaro de protestar contra sus propias publicaciones de la Carta de Icazbalceta, junto con el Cabildo de la Colegiata. Podemos ver, por lo tanto, que tuvo una obsesiva aversión a la tradición guadalupana, que publicó anónimamente panfletos antiaparicionistas y que pretendió cubrirse "protestando" por ello. Alfonso Junco, en El milagro de las rosas, lo califica de servandesco, psicopatológico y amigo de la masonería . En el Apéndice séptimo de su Destierro de sombras..., Edmundo O´Gorman proporciona muchos datos sobre las maniobras de Andrade. Fue efectivamente una fea actitud la suya, más siendo canónigo de la Colegiata, y no es un buen ejemplo a seguir para los antiaparicionistas. La sinceridad de García Icazbalceta contrasta con la hipocresía y cobardía de Andrade, quien nunca dio la cara por sus publicaciones. Sus objeciones: Se dedica a impugnar que S.S. Benedicto XIV haya dicho Non fecit taliter omni nationi, en referencia a la Guadalupana, manifiesta su aversión hacia Mons. Antonio Plancarte y Labastida, acusándolo de intrigar en el asunto de la "corona borrada" en 1895. Contra Juan B. Muñoz afirma que la ermita del Tepeyac la construyó Montúfar y no Zumárraga. Descalifica a las Informaciones de 1666, sugiriendo que "se prohiban". En sus "aditamentos" a las Informaciones de 1556 que publicó en 1888 y 1891, no hace sino repetir muchos de los argumentos de García Icazbalceta, al mismo tiempo que cree que efectivamente el indio Marcos pintó la imagen original. Refutando a García Icazbalceta se refuta a Andrade en casi todos sus puntos, a la vez que se hace énfasis en que Sahagún desmintió a Bustamante al decir que "no se sabe de cierto" el origen de esa Tonantzin, descartando con ello la autoría de Marcos.


MARTINES, Luis. Apuntes antiguadalupanos. planta, Madrid 1999