Era Antonio Ricardo, italiano, natural de Turín. Llegó a México, según es de creer, a principios de 1570.
¿Ricardo pasó con imprenta propia, o fue a Nueva España simplemente para ocuparse en alguna de las que allí por entonces existían? Si hubiese llevado imprenta, es extraño que no se conozca trabajo alguno en que figure su nombre antes de principio de 1577, de modo que es muy probable que su viaje a México obedeciese a algún llamado de los impresores allí establecidos, Antonio de Espinosa o Pedro Ochart -con más probabilidad este último- que, a todas luces, era del mediodía de Francia y que por sus relaciones en el norte de Italia se puso quizás al habla con Ricardo. Robustece esta hipótesis el hecho que luego veremos de que, andando el tiempo, ambos se asociaron.
Sospechamos, sin embargo, que alguno de la familia de Ricardo se hallaba establecido como impresor en España en 1576, pues en La Primera Parte de las Patrañas de Juan Timoneda, impresa en Alcalá por Sebastián Martínez, 1576, 8º, gótico, lleva entre los preliminares el privilegio dado en 8 de octubre de 1576, para «Alonso Ricardo, impresor».
La hipótesis que expresamos es muy verosímil, como se ve, y aun no sería de extrañar que en la impresión del privilegio se hubiese deslizado alguna errata, estampándose Alonso por Antonio, muy fácil de producirse por la manera de escribir en abreviatura ambos nombres con una A y una o, tan corriente entonces.
Nuestras investigaciones para descubrir algún libro estampado en la Península por ese impresor Ricardo han sido estériles. ¿Era, pues, ése el mismo que unos cuantos meses más tarde de la fecha que lleva el privilegio de nuestra referencia aparece imprimiendo en México? Si así fuese, tendríamos que por causas que no conocemos, haciendo caso omiso de las reales cédulas dadas en su recomendación en 1569, no se marchó por esos días a México sino que se quedó en la Península.
Sea o no cierta esta suposición nuestra, o que después de haber estado en México regresase a Europa para volver con imprenta, el hecho es que a principios de 1577, como decíamos, le hallamos con taller propio en el Colegio de San Pedro y San Pablo de los jesuitas.
De esta última circunstancia y de la de haber impreso algún libro de estudio para la Compañía, García Icazbalceta infería que «Ricardo acaso fué llamado por los jesuítas». No estamos conformes con la opinión del ilustre bibliógrafo. Con excepción de algunos de los libros propiamente de estudio impresos por Ricardo para los hijos de Loyola, de los cuales sólo se conocen cuatro hasta ahora, en ellos se lee en la portada: «In Collegio Sanctorum Petri et Pauli», pero siempre «Apud Antonium Ricardum», o sea, en casa de Antonio Ricardo.
En el último de esos libros declaró, además, que hacía la impresión «rogatum», rogado por el rector de dicho Colegio.
El hecho es que allí estuvo en funciones hasta mediados de 1579, y que en ese lapso de tiempo de dos a tres años -principios de 1577 a mediados de 1579- imprimió no menos de diez libros, el más notable de los cuales fue sin duda como obra tipográfica el Sermonario de Fr. Juan de la Anunciación, que salió a luz el 30 de septiembre de 1577. El 17 de Febrero del mismo año había concluido la impresión de otra obra notable, el tomo I del Doctrinalis fidei de Fr. Juan de Medina.
Pero para que no quede duda de que Ricardo tenía taller propio, aunque funcionaba en la casa de la Compañía, basta leer el colofón de la Suma y recopilación de cirugía de Alonso López, libro que terminó de imprimir el 26 de mayo de 1578, que no vio García Icazbalceta, en el cual se estampa textualmente: «en casa de Antonio Ricardo, a la Compañía de Jesús»; y aún en otra obra salida de sus talleres se limita a expresar la calle en que aquél se hallaba situado: «Via Apostolorum Petri et Pauli»
Mas, prescindiendo de estos antecedentes, que sólo prueban que nuestro tipógrafo tenía su taller en el colegio dicho, acaso para comodidad de los mismos jesuitas y en virtud de algún convenio cuyo texto no conocemos y en el que probablemente sus trabajos de impresión irían a cuenta de los cánones de arrendamiento, la circunstancia de que Ricardo hubiese salido para México en 1569, o sea dos años antes de que la Compañía de Jesús se estableciese allí, está probando de manera que no deja lugar a duda que Ricardo no pudo ser llamado por los jesuitas. Cuando éstos fundaron su Colegio de San Pedro y San Pablo, el tipógrafo piamontés hacía probablemente tres años a que se hallaba en la capital del virreinato.
En 1578, Ricardo se asoció allí con otro impresor, el francés Pedro Ochart. Tal es lo que resulta de la portada del Vocabulario en lengua zapoteca de Fr. Juan de Córdoba, publicado en aquel año, en la cual se expresa que fue «impreso por Pedro Charte y Antonio Ricardo». No podríamos decir en qué condiciones estuvieron ambos asociados, pero es claro que la compañía duró muy poco, desde que en el año inmediato siguiente ambos impresores aparecen trabajando cada uno de su cuenta.
Es indudable, asimismo, que en la liquidación de la compañía -si es que fue netamente ocasional- algunos de los materiales de Ochart pasaron a poder de Ricardo. Basta para convencerse de ello fijarse en que la hermosa viñeta con la figura de Cristo que empleó Ricardo en la Doctrina Cristiana de 1584, es la misma que se ve al frente de otro libro de la idéntica índole impreso por Ochart en México en el año en que estuvieron asociados.
No parece, pues, que fuera falta de trabajo lo que decidió a Ricardo a salir de México, cuando sabemos, como acabamos de verlo, que en el espacio de menos de tres años había impreso diez libros por lo menos: uno cada tres meses. ¿Cuál pudo ser entonces la causa que le determinó a trasladarse a Lima?
A nuestro entender, la idea que se formó de que allí le iba a ir aún mejor. En efecto, sabía que la capital del Perú abundaba de riquezas y de hombres doctos; que tenía una Universidad poblada de estudiantes que en ella iban a cursar hasta de los lugares más apartados del virreinato; que el gobierno de éste se consideraba como un ascenso del de México; y, a la vez, que carecía de una imprenta. El prospecto de las ganancias que un hombre de su oficio pudiera en Lima realizar era realmente tentador. Sabía, también, que en México había por aquel entonces no sólo un taller tipográfico sino varios, y si hasta ese momento no debía sentirse descontento, el porvenir que allí le esperaba no podía halagarle.
Quizás en su resolución de trasladarse al Perú influyó la buena coyuntura que se le presentaba del viaje que de México iba a emprender a su diócesis el inquisidor D. Alonso Fernández de Bonilla, nombrado obispo de la Plata, y que partía acompañado del séquito correspondiente a su alto cargo.
Deseoso de aprovechar esa favorable ocasión, gestionó activamente cerca del prelado a fin de que le alcanzase la respectiva licencia del Virrey para él, su mujer (mexicana, al parecer, pues se había casado allí) y dos compañeros suyos, Pedro Pareja y Gaspar de Almazán; y si bien Fernández de Bonilla apoyó su pretensión cerca del Virrey, sólo le fue posible obtenerla para Pareja, por razón de «ser Ricardo extranjero de los reinos de Su Majestad».
La situación se hizo entonces verdaderamente crítica para el pobre italiano; pero el dado estaba ya tirado y no era posible retroceder. Uno de los que presenciaron la escena que se produjo cuando Ricardo supo la negativa terminante del Virrey de boca del Obispo, refiere que le dijo: «que con su favor pasaría la vuelta de los demás, dando alguna cosa á los oficiales de los navíos, é por otra vía, como mejor pudiese, y que pedía por amor de Dios que con la recua que hubiese de enviar la ropa al puerto de Acapulco le llevasen algunas cosas suyas, y que se quería ir delante con los demás»
Y así lo hizo en efecto, habiendo partido de México para Acapulco en principios de Marzo de 1580, en la esperanza de alcanzar el navío en que se iba a embarcar, también para el Perú, el doctor Cárcamo y Arteaga. Desgraciadamente, él y sus dependientes Pareja y Almazán, llegaron tarde, de modo que allí los encontraron Fernández de Bonilla y sus allegados cuando a su turno arribaron al puerto.
Sea con voluntad del prelado o sin ella, el caso fue que Ricardo y los suyos «se metieron» en el navío San José y arribaron por fin al Realejo, aunque «mudaron diversos navíos», al decir de uno de los testigos de la información de que venimos aprovechándonos.
Muchos días, muchas semanas, meses enteros debieron permanecer en el Realejo
en espera de un barco que los condujese al Perú, y de la licencia que aún sólo Pareja había conseguido -que de nuevo hubo de renovar en León, la capital de Nicaragua- y que Ricardo obtuvo al fin del gobernador Diego de Artieda Chirinos el 16 de Octubre de 1580, fundándola en consideraciones de carácter elevado y que le honran, si bien no faltaron quienes emitieran la sospecha de que al pobre Ricardo le había costado su dinero. Dos días después, esto es, el 18 de octubre, se hacía por fin a la vela en el navío Santa Lucía, llevando registrados y cargados los moldes y aparejos necesarios para su oficio de impresor de libros.
Los percances de Ricardo no terminaron allí. Llegado a Lima, y cuando tenía montado su taller unos cuantos meses más tarde, se encontró con que en la capital del Perú no se podía estampar libro alguno, en virtud de expresa prohibición real».
Pero como Ricardo estaba ya bien escarmentado de los sinsabores que su calidad de extranjero le iba ocasionando en América, cuando quiso instar para que se derogase esa prohibición, en agosto de 1581, ya no ocurrió él al soberano, sino que se valió de su dependiente Pedro Pareja, que era evidentemente español, para que a su nombre se tramitase el negocio.
Pareja, o mejor dicho Ricardo, comenzó por buscar apoyo en las corporaciones limeñas más directamente interesadas en que hubiese imprenta en la capital del virreinato, o mejor dicho, para que se permitiese entrar en funciones a la que él había llevado allí a costa de tantos sacrificios; y en efecto logró que intercediesen en favor de su idea, que para él significaba el pan de cada día, el Cabildo Secular y el Claustro de la Universidad, que hacía poco se había fundado. Y la cosa no era para proceder de otro modo, cuando sabía que quien debía otorgarle el permiso era nada menos que el suspicaz y receloso Felipe II. Y ambas corporaciones, con pocos días de diferencia, escribieron al monarca, no sin cierta timidez, en apoyo de la solicitud de Pareja, que hacía valer en su memorial «cómo la experiencia había acreditado cuán necesario era que en aquellas partes hubiese imprentas para poder dar á luz cartillas y libros de devoción».
El Cabildo decía, por su parte, que la imprenta era entonces necesaria en Lima «por haber Universidad, personas que se daban á las letras e inclinarse ya los naturales á la vida política» y por lo que tocaba al ennoblecimiento de esos sus reinos.
Los doctores la reclamaban, a su vez, a fin de que se pudieran imprimir libros para los principiantes, cartillas para los niños, y para los actos y conclusiones que de ordinario se celebraban en las aulas universitarias.
Una y otra corporación no hacían caudal de las restricciones con que la licencia se concediese: les bastaba con que se derogase, en los términos y con las limitaciones que se tuviese a bien, la prohibición que les tenía con las manos atadas para componer una página en letras de molde.
Pareja, o Ricardo, lo repetimos, quería que, además de la licencia, se le concediese privilegio por algún tiempo y cierto número de indios como ayuda de costa.
Felipe II, después de imponerse del memorial y de las cartas de que hacemos mérito, con fecha 22 de agosto de 1584 dirigió al Virrey y Audiencia una real cédula para que le enviasen relación de la necesidad que hubiera de una imprenta, si convendría dar a Pareja la licencia que solicitaba, con qué condiciones «y si en ello había inconveniente, y por qué causa».
¡Y cosa curiosa! Cabalmente diez días antes que el monarca firmase esta orden, ¡la Real Audiencia de Lima autorizaba a Ricardo para que diese allí a luz la Doctrina cristiana y catecismo para instrucción de los indios!
¿Cómo se había verificado este hecho tan singular?
Habrá que ver:
Hacía justamente un año desde que Ricardo se hallaba en Lima con sus tipos listos para funcionar, cuando se dio comienzo al concilio provincial convocado y presidido por el arzobispo Mogrobejo. En la primera sesión, que tuvo lugar el 15 de agosto de 1582, se nombraron personas versadas en las lenguas del país que se encargasen de redactar un catecismo y otros libros de doctrina para los indios, necesidad que se venía haciendo sentir desde tiempo atrás y que había preocupado, no sólo a los eclesiásticos sino también a los virreyes y al propio monarca.
El siguiente párrafo de una carta de don Francisco de Toledo a Felipe II, hasta ahora inédita, da razón de los temperamentos que ya en 1572 se habían ideado a fin de que no se careciese por más tiempo de unos libros de tanta importancia para la conversión de los indígenas:
«En cuanto á los catecismos, será muy conveniente el haber uno para todo lo de este reino, como V. M. dice que enviará, y que en el concilio se junten las mejores y más propias lenguas que se puedan hallar para volverle en la lengua vulgar y general de estos naturales, porque no volviéndose en su lengua, aprovéchales poco, y es interpretado por ruines lenguas de cada clérigo o fraile, donde hay y puede haber muchos errores, y porque no los haya, parece que en el Concilio se examine mucho el frasis y naturaleza de vocablos con que se ponen, que aunque las lenguas de este reino varían y son algo diferentes, las de las provincias no se pueden poner sino en la general, que es la que más abraza todas las otras y la que los Ingas mandaban saber á todas las provincias que iban tiranizando, y parecería muy conveniente que, vuelto el dicho catecismo que V. M. mandase, en la lengua vulgar, con la reexaminación susodicha hecha en el concilio, se enviase á imprimir á esos reinos, ó á la Nueva España, como allá se ha hecho, y se trajese cantidad de estos catecismos impresos con esta autoridad y examen del Concilio, porque correrá menos peligro de pervertiré ó mudar algunas palabras, sembrando errores, andando impreso y bien corregido, que no de mano, y también por el recatamiento que V. M. tiene de que no haya acá impresiones, se saneaba con imprimirse allá y no haber acá la dicha impresión.
Ya se ve, pues, que el Concilio, al ordenar el arreglo del Catecismo, no hacía sino ajustarse a los deseos mismos del monarca, quien, por lo que hasta ahora sabemos, no envió al fin el que había ofrecido al virrey Toledo.
Así, la situación no había cambiado cuando se verificó la primera reunión del concilio. En la segunda, que tuvo lugar un año más tarde, se aprobaron los catecismos que presentaron las personas diputadas al intento, pero se reconoció, a la vez, que, caso de no darse a la imprenta, iban a ser de muy poco fruto. Reconociese también que no era posible verificar la impresión en la Península, donde no había peritos en las lenguas indígenas, y que no era posible tampoco que a ese bolo efecto hicieran viaje los que existían en el Perú. Y esto fue lo que desde luego se manifestó por los padres del concilio a la Real Audiencia, que gobernaba entonces por falta de virrey, y lo que ésta, a su turno, significó al monarca. Asimismo, los jesuitas, a quienes había cabido parte principal en la redacción de aquellos libros, se apresuraron a su turno a representarlo a Felipe II por medio del procurador que mantenían en Madrid.
Ante la evidencia de los hechos expuestos, el monarca no pudo desentenderse por más tiempo de dar la autorización que se pedía para que la impresión se hiciese en Lima, y por real cédula de 7 de agosto de 1584, ganada por el jesuita Andrés López, y dirigida al Conde del Villar, le ordenó que «luego diese orden cómo, habiéndose hecho en los dichos Catecismos y Doctrinas el examen que convenga, se impriman en esa tierra.
Por su parte, la Real Audiencia vacilaba todavía en otorgar esa licencia en 2 de mayo de 1583, fecha que lleva la carta suya escrita al Rey a que hemos hecho referencia; pero tanto se dilataba la resolución de la Corte y tanto urgía la necesidad de la impresión de esos libros para la conversión de los indios, que, por fin, en 13 de Febrero de 1584 dictaba el auto «en que daban y dieron licencia para que en esa ciudad, en la casa y lugar que esta Audiencia señalase, o en la que nombrasen las personas a quienes se comete, y no en otra parte alguna, so las penas que abajo irán declaradas, Antonio Ricardo, piamontés, impresor, que de presente está en esta ciudad, y no otro alguno, pueda imprimir é imprima el dicho Catecismo original», etc.
Dispuso, asimismo, que el taller se estableciese en el aposento del Colegio de la Compañía de Jesús, que el rector de él, padre Juan de Atienza, designase, y que éste o el padre José de Acosta, junto con dos de los que se hallaron a la traducción en lenguas indígenas y uno de los secretarios del Tribunal, asistieran a la impresión.
Cualesquiera que fuesen las limitaciones de esa licencia, Ricardo, después de aguardarla durante tres años, podía por fin comenzar a mover su prensa. La batalla contra los recelos y cavilosidades del monarca y sus delegados estaba ganada y ¡la América del Sur contaba desde ese día con una imprenta!
Hallábase Ricardo empeñado en la impresión de la Doctrina christiana y catecismo para instrucción de los indios y debía de tenerla ya bastante adelantada, si no próxima a concluirse, como que es de suponer que no tardaría en poner manos a la obra desde que había sido autorizado para ejecutarla por el auto de 13 de febrero de 1584 a que acabamos de referirnos, pero sin duda no la terminaba aún en 12 de agosto de dicho año, fecha que lleva la provisión real que se encuentra entre los preliminares del libro, cuando se recibió en Lima, por la vía de Tierra firme, en 19 de abril, una real pragmática, datada en Aranjuez, a 14 de mayo del año anterior, que venía, en realidad, a ser repetición de otra dada en Lisboa en 29 de septiembre de 1582 y publicada en Madrid en 3 de octubre de ese mismo año
Como el texto de esa pragmática es conocido de los americanistas sería ocioso que la reprodujéramos aquí, debiendo limitarnos, por consiguiente, a dar una breve noticia de sus disposiciones.
Se mandaba por ella que en todos los dominios de España debía cumplirse lo acordado respecto de la reforma del Calendario por el papa Gregorio XIII, que ordenaba se quitasen diez días al mes de Octubre de 1582, contando quince el día cinco, «como se hizo», y disponiendo que en la misma forma se aplicase el cómputo para el año 1583, considerando, sin duda, que la reforma no había podido ser realizada en todas sus partes en el precedente.
«Y porque, añadía la real pragmática, en algunas de las partes de las dichas nuestras Indias, por estar tan distantes, no podrán tener noticia de lo susodicho que Su Santidad ha ordenado y en esta ley se contiene para poder hacer la disminución de diez días en el mes de Octubre desde presente año, ordeno y mando que se hagan el año siguiente de ochenta y cuatro, ó en el primero que de lo susodicho se tuviere noticia y esta ley en los dichos reinos fuere publicada, según que Su Santidad lo provee y ordena: lo cual mandamos guardéis y cumpláis y ejecutéis...; y porque lo susodicho venga á noticia de todos y ninguno pueda pretender ignorancia, mandamos que esta nuestra carta sea pregonada públicamente en las ciudades donde residen nuestra Audiencias y Chancillerías Reales de las dichas nuestras Indias, y se repartan las copias impresas de ellas por las demás partes, de manera que en todas se entienda y sepa lo que Su Santidad ha ordenado y es nuestra voluntad se guarde...»
Con vista de esta orden, se pregonó en la plaza pública de Lima la real pragmática, en 26 de Junio de 1584, esto es, dos meses y siete días después de haber sido recibida, y como sin duda los ejemplares impresos que llegaron no fueran bastantes, en 14 de Julio los oidores, «estando en acuerdo de gobierno,... mandaron que la pragmática... se imprima, para que las copias de ella se envíen á todas las partes de este reino, para que en ellas se cumpla»...; y «que la dicha pragmática real se imprima en esta ciudad, en letra de molde, por el impresor que en ella hay, poniendo por cabeza la dicha real cédula por donde se manda imprimir, para el dicho efecto que Su Majestad manda, y que el señor licenciado Ramírez de Cartagena, oidor... á quien se le cometió, tome cargo de la hacer imprimir...».
Apenas necesitamos advertir que el impresor que había por ese entonces en la ciudad no era otro que Antonio Ricardo, quien tuvo, en virtud de esta orden, que suspender la impresión de la Doctrina christiana para ocuparse de la tarea que nuevamente se le encargaba.
En el colofón, como se ha visto, no se señala el día en que la impresión de la pragmática se acabó; pero como de seguro Ricardo empezaría el trabajo inmediatamente después de habérsele notificado el auto de los oidores de 14 de julio y, dada la corta extensión de aquél, es muy probable que la impresión quedara terminada en unos cuantos días y, por consiguiente, en los últimos de ese mes de julio. En todo caso, de nota en letra manuscrita de la época, que se registra al pie de la cuarta página del ejemplar que hemos descrito, se advierte que la real pragmática fue pregonada en Quito el 17 de Agosto de 1584, o sea, cinco días después de la fecha que lleva la provisión que se insertó entre los preliminares de la Doctrina christiana de aquel año, primer libro impreso en la América del Sur.
Si descontamos el tiempo que ha debido transcurrir para que la real pragmática impresa llegase a aquella ciudad, tendremos, pues, como indicábamos, que ha debido salir de los moldes en fines de julio, o a más tardar a principios de agosto de ese año, y, por lo tanto, un mes o poco menos antes de que viese la luz pública la Doctrina christiana.
De aquí también por qué, hasta hoy, según decíamos, la Pragmática sobre los diez días del año puede reclamar para sí el honor de haber sido, si no el primer libro, al menos el primer folleto impreso en la América del Sur
Autorizado para ejercer su arte en Lima, Ricardo, después de dar remate en 1585 a las impresiones de los textos de doctrina cristiana aprobados por el concilio, puso mano en el año inmediato siguiente al Arte y vocabulario quechuas, haciéndolo preceder de un proemio o dedicatoria dirigida al virrey Conde del Villar, expresándole que «con mucha solicitud y costa suya» había impreso aquellas obras y le dedicaba entonces la última, sin la cual «estaban como mancas y poco inteligibles» las primeras, para que se animasen otros á aprovecharse de ellas, y por su parte «á intentar otras cosas de mayor provecho á la república».
La suerte no le fue propicia, sin embargo, a pesar de los elevados propósitos que manifestara en aquella ocasión, tanto, que en Mayo de 1596 le encontramos con sus bienes «secuestrados» y retraído en el Convento de San Francisco para escapar a las persecuciones de sus acreedores.
El último libro impreso por Ricardo en Lima es el Sermón de fraile Pedro Gutiérrez Flores, cuyos preliminares están datados en Marzo de 1605. El 19 de Abril, Ricardo era enterrado en la Iglesia de Santo Domingo
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